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llena de música; no le cantaban los oídos, le cantaba el corazón.
A tener allí la flauta y no estar dormida Serafina, hubiera acompañado con el dulce instrumento
aquellas melodías interiores, lánguidas, vaporosas, llenas de una tristeza suave, crepuscular, mitad
resignación, mitad esperanzas ultratelúricas y que no puede conocer la juventud; tristeza peculiar de la
edad madura que aún siente en los labios el dejo de las ilusiones y como que saborea su recuerdo.
Pero ya que no la flauta, tenía la pluma: la pluma, que no hacía ruido, sino muy leve, al rasguear sobre
el papel con aquellos perfiles y trazos gruesos, enérgicos, en claro-oscuro sugestivo, equivalente al
timbre de una puerta o de una placa.
Sí, poco a poco fue sintiendo Bonis que la música del alma se le bajaba a los dedos; las curvas de su
arabesco se hacían más graciosas, sus complicaciones y adornos simétricos más elegantes y expresivos,
y la indeterminada tracería se fue cuajando en formas concretas, representativas; y al fin brotó, como si
naciera de la cópula de lo blanco y de lo negro, brotó en un cielo gris la imagen de la luna, en cuarto
menguante, rodeada de nubes, siniestras, mitad diablos o brujas montados en escobas, mitad colmenas
de formas fantásticas, pero colmenas bien claras, de las que salían multitud de bichos, puntos unidos a
otros puntos que tenían cuerpos de abejas, con patas, rabos y uñas de furias infernales. Aquellas abejas
o avispas del diablo, volaban en torno de la luna, y algunas llenaban su rostro, el cual era, visto de perfil,
el del mismísimo Satanás, que tenía las cejas en ángulo y echaba fuego de ojos y boca. Por encima de
esta confusión de formas disparatadas, Bonis dibujó rayas simétricas que imitaban muy bien la superficie
del mar en calma, y sobre la línea más alta, la del horizonte, volvió a trazar una imagen de la noche, pero
de noche serena, en mitad de cuyo cielo, atravesando cinco hileras de neblina tenue, las líneas del
pentagrama, se elevaba suave, majestuosa y poética, la dulce luna llena: en su disco, elegantes curvas
sinuosas decían: Serafina.
Media hora larga le costó al soñador su composición simbólica; mas fue premio de la inspiración y
del esfuerzo un noble orgullo de artista satisfecho; sensación que se mezcló enseguida con un
enternecimiento austero y en su austeridad voluptuoso, que le hizo inclinar la cabeza, apoyar la frente en
las manos y meditar sollozando y con lágrimas en los ojos.
-¡Qué vida extraña! ¡Qué cosas pueden pasarle por el alma a un pobre diablo! -pensaba Bonis.
La alegoría, que le había salido sin querer de la pluma, estaba bien clara, era la síntesis de su vida
presente. En el cielo de sus amores, en la región serena, sobre el océano de sus pasiones en calma,
brillaba la luna llena, el amor satisfecho, poético, ideal, de su Serafina. Ya no eran aquellos los días de las
borrascas sensuales, en que el amor físico, mezclándose al platónico, se entregaba al arabesco de la
pasión disparatada y caótica; el alma ya se había sobrepuesto y daba el tono al cariño, que, al arraigarse
y convertirse en costumbre, se había hecho espiritual. Y de repente, de poco tiempo a aquella parte,
debajo del océano, en las regiones misteriosas del abismo en las que habitaba el enemigo, de las que
venían voces subterráneas de amenaza y castigo, aparecía como un reflejo infiel, otro cielo con otra
luna, un cielo borrascoso con espíritus infernales vestidos de nubarrones, con el mismísimo demonio
disfrazado de cuarto menguante... de la luna de miel satánica, de Valpurgis, que su mujer, Emma Valcárcel,
había decretado que brillara en las profundidades de aquellas noches de amores inauditos, inesperados y
como desesperados.
Bonis se levantó, y contempló a la Gorgheggi dormida:
«Esa mujer adorada no sabe que yo la soy infiel. Que hay horas de la noche en que me dan un filtro
hecho de terrores, de fuerza mayor, de recuerdos, de costumbres del cuerpo, de sabores de antiguos
placeres, de olores de hojas de rosas marchitas, de lástima... y hasta de filosofías... negras...
Leopoldo Alas «Clarín»: Su único hijo
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»Esta mujer no sabe que yo me dejo besar... y beso... como quien da limosna a la muerte; a la muerte
enferma, loca; que doy besos que son como mordiscos con que quiero detener al tiempo que corre, que
corre, pasándome por la boca... Sí, sí, Serafina; en esas horas tengo lástima de mi mujer, de quien soy
esclavo; sus caricias disparatadas, que son reflejos de otras mías que yo aprendí de tus primeros arranques
de amor frenético y desvergonzado; sus caricias, que son en ella inocentes, para mí crímenes, se me
contagian y me llevan consigo al aquelarre tenebroso, donde entre sueños y ayes de amor que acaban
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