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ataques histéricos con el marido, que tanto la apoyaba.
-Estoy loca -dijo.
-Es una posibilidad -respondió él, con aire de quien entiende todo, pero con ternura en su voz-
. En este caso tienes dos alternativas: tratarte o seguir enferma.
-No hay tratamiento para lo que yo estoy sintiendo. Continúo en pleno dominio de mis
facultades mentales y estoy tensa porque esta situación ya se prolonga demasiado tiempo.
Pero no tengo los síntomas clásicos de la locura, como ausencia de la realidad, desinterés o
agresividad descontrolada. Sólo miedo.
-Es lo que todos los locos dicen: que son normales.
Los dos rieron, y ella preparó un poco más de té. Conversaron sobre el tiempo, el éxito de la
independencia eslovena, y las tensiones que comenzaban a surgir entre Croacia y Yugoslavia.
Mari veía cada día mucha televisión y estaba muy bien informada sobre todos los temas.
Antes de despedirse, el socio retomó el asunto.
-Acaban de abrir un sanatorio en la ciudad-dijo-. Capital extranjero y tratamiento del primer
mundo.
-¿Tratamiento de qué?
-Desequilibrios, digamos. Y el miedo exagerado es un desequilibrio.
Mari prometió pensar en el asunto, pero no tomó ninguna decisión en ese sentido. Los ataques
de pánico se sucedieron durante otro mes, hasta que comprendió que no solamente su vida
personal, sino su matrimonio, se estaban viniendo abajo. Nuevamente pidió algunos
calmantes y se atrevió a salir de la casa, por segunda vez en sesenta días.
Tomó un taxi y se dirigió al nuevo sanatorio. En el camino, el chófer le preguntó si iba a
visitar a alguien.
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-Dicen que es muy confortable, pero también dicen que hay locos furiosos y que los
tratamientos incluyen electroshocks.
-Voy a visitar a alguien -respondió Mari.
Bastó apenas una hora de conversación para que los dos meses de sufrimiento de Mari
terminasen. El director de la institución -un hombre alto, con los cabellos teñidos de negro,
que atendía por el nombre de doctor Igor- le explicó que se trataba sólo de un caso de
síndrome de pánico, enfermedad recién admitida en los anales de la psiquiatría universal.
-No significa que la enfermedad sea nueva -explicó, cuidando de ser bien comprendido-.
Sucede que las personas afectadas acostumbraban a esconderla por miedo a ser confundidas
con locos. Se trata tan sólo de un desequilibrio químico del organismo, al igual que la
depresión.
El doctor Igor escribió una receta y le pidió que volviese a su casa.
-No quiero volver ahora -respondió Mari-. A pesar de todo lo que usted me ha explicado, no
tengo valor para salir a la calle. Mi matrimonio se ha vuelto un infierno y debo permitir que
mi marido se recupere de estos meses que ha pasado cuidando de mí.
Como sucedía siempre en casos como éste -dado que los accionistas querían mantener el
hospital funcionando a plena capacidad-, el doctor Igor aceptó el ingreso, aunque dejando
bien claro que no era necesario.
Mari recibió la medicación adecuada, tuvo asistencia psicológica y los síntomas fueron
disminuyendo hasta desaparecer completamente.
En este intervalo, sin embargo, la noticia del internamiento de Mari corrió por la pequeña
ciudad de Ljubljana. Su socio, amigo de muchos años, compañero de no se sabe cuántas horas
de alegrías y disgustos, vino a visitarla a Villete. La felicitó por haber tenido el valor de seguir
su consejo y haber buscado ayuda, pero después le informó de la razón de su visita:
-Quizás sea realmente el momento de retirarte. Mari entendió lo que había detrás de aquellas
palabras: nadie iba a querer confiar sus asuntos a una abogada que ya había estado internada
en un manicomio.
-Dijiste que el trabajo era la mejor terapia. Tengo que volver, aunque sea por poco tiempo.
Ella aguardó cualquier reacción, pero él no dijo nada. Mari continuó:
-Tú mismo me sugeriste que me tratase. Cuando yo pensaba en la jubilación, estaba pensando
en salir victoriosa, realizada, por mi libre y espontánea voluntad. No quiero dejar mi empleo
así, porque fui derrotada. Dame por lo menos una oportunidad de recuperar mi autoestima y
entonces pediré la jubilación.
El abogado carraspeó.
-Yo sugerí que te trataras, no que te internaras. -Pero era una cuestión de supervivencia. Yo
simplemente no conseguía salir a la calle, mi matrimonio se estaba acabando.
Mari sabía que estaba desperdiciando sus palabras. Nada de lo que dijese o hiciese
conseguiría disuadirlo. Al fin y al cabo, era el prestigio del bufete lo que estaba en juego. Aún
así, lo intentó una vez más.
-Yo aquí dentro he convivido con dos tipos de personas: gente que no tiene posibilidad de
volver a la sociedad y gente que está absolutamente curada, pero prefiere fingirse loca para no
tener que enfrentarse a las responsabilidades de la vida. Yo quiero, necesito, volver a
gustarme a mí misma, debo convencerme de que soy capaz de tomar mis propias decisiones.
No puedo ser empujada a cosas que no he escogido.
-Podemos cometer muchos errores en nuestras vidas -contestó el abogado-, menos uno: aquel
que nos destruye.
Era inútil continuar la conversación: en opinión del socio, Mari había cometido un error
garrafal.
Dos días después le anunciaron la visita de otro abogado, esta vez de un bufete diferente,
considerado el mejor rival de sus ahora ex compañeros. Mari se animó: quizás él supiese que
ella estaba libre para aceptar un nuevo empleo y allí estaba la oportunidad de recuperar su
lugar en el mundo.
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El abogado entró en la sala de visitas, se sentó delante de ella, sonrió, le preguntó si ya estaba
mejor y sacó varios papeles de su portafolios.
-Estoy aquí en representación de su marido -le informó-. Esto es una solicitud de divorcio.
Naturalmente, él pagará sus gastos de hospital durante el tiempo que permanezca aquí.
Esta vez Mari no reaccionó. Firmó todo, aún sabiendo que, de acuerdo con la justicia que
había aprendido, podía prolongar indefinidamente aquella batalla legal. Seguidamente fue a
hablar con el doctor Igor y le dijo que los síntomas de pánico habían retornado.
El doctor Igor sabía que ella estaba mintiendo, pero prolongó el internamiento por tiempo
indefinido.
Veronika decidió ir a acostarse, pero Eduard continuaba de pie, al lado del piano.
-Estoy cansada, Eduard. Necesito dormir.
Le hubiera gustado seguir tocando para él, extrayendo de su memoria anestesiada todas las
sonatas y adagios que conocía, porque él sabía admirar sin exigir Pero su cuerpo no aguantaba
más.
¡Era un hombre tan bien parecido, tan atrayente! Si por lo menos saliese un poco de su mundo
y la mirase como mujer, entonces sus últimas noches en esta Tierra podrían ser las más
hermosas de su vida, porque Eduard era el único capaz de entender que Veronika era una
artista. Había conseguido con aquel hombre un tipo de vinculación como jamás lo había [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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